Hace unos días un programa de televisión nos contaba una historia. Una realidad dura, pero real. Hay historias, que pocos conocemos, que nadie nos cuenta o que, de conocerlas, miramos para otro lado. Situaciones que se viven en otros lugares y que sólo por esa razón, nos permitimos el lujo de olvidarlas.
Pero hoy, aunque sea por unos minutos, quiero hablar de una de ellas. Y, por lo menos, por unos minutos, hacer como que no están olvidados. Hablo de la segunda guerra del Congo, la guerra del coltán.
El problema viene cuando el 80% de las reservas mundiales de esta piedra se encuentran en el Congo, siendo entonces motivo de cientos conflictos con el objetivo de controlar las minas. Un “oro gris” que podría hacer ricos a los congoleños, pero que les hace desgraciados. Guerrillas locales y empresas multinacionales se pelean por su explotación sin importarles el coste humano. ¿Qué sorpresa no?
Esta trágica cifra convirtió a esta guerra en el conflicto más mortífero desde la Segunda Guerra Mundial, y eso sin contar los millones de desplazados y refugiados en los países vecinos. ¿Pero se ha hablado de ella?
Se estima que miles de personas fueron obligadas a trabajar en las minas de Coltán, bajo amenaza de muerte y con unas condiciones inhumanas que causaron la muerte a gran parte de ellos. Explotación infantil y sexual, contrabando y explotación ilegal de la tierra.
Y es que aunque llegado la paz a la República Democrática del Congo, el problema es que continúa la explotación ilegal de muchas minas y la situación no ha mejorado tanto como podía esperarse. Vamos, que no ha mejorado nada. Los conflictos, la explotación infantil, las condiciones inhumanas... siguen allí.
Detrás de nuestros móviles, consolas, ordenadores y gadgets... existe un drama humano. Existe sangre, muerte, sufrimiento. Y diréis, ¿y yo qué voy a hacer por ellos? Yo también me lo pregunto, pero podríamos empezar no olvidándonos de ellos.
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